Las zapatillas

>> domingo, 23 de octubre de 2011


Era el otoño más extraño que recordaban en la zona; era un otoño seco, caluroso, anómalo por que sí. Las noches estaban preciosas, hubiera o no luna. Los insectos aún emitían sus particulares ruidillos como si del estío se tratara.


Para ellos dos era una noche muy particular, una noche especial. Una noche que habían diseñado desde hacía mucho tiempo.


Aunque los dos sabían que era su última noche juntos, muy dentro de ellos mismos, la esperanza de estar unidos por siempre, permanecía asida al alma. Pero si esa realidad tan evidente no daba un giro en el último momento, sería el adiós más lastimoso que jamás hubieran conocido.


Cada uno por su cuenta, decidieron hacer de esa noche, la más especial de las noches, sin importar el grado de brillo que tuviera la luna si acaso la había, sin percibir el frío o el calor, sin percatarse del cansancio. Sólo ellos, juntos, abrazados, y contándose todo aquello que quedaba pendiente por decir tras tantas palabras escritas y ya dichas, y que cada uno por su parte, aún necesitaba hacer saber.


El paseo, curiosamente sin mirar al cielo, ese que tantas veces fue el celador de sus palabras, era el preámbulo de lo que sería la noche. Un aire fresco al fin, lo suficiente para ponerse una chaqueta y para que se cogieran por los hombros. Unas sonrisas entremezcladas con las palabras, ligeros empujones cómplices. Pasos de dos en dos, miradas,…


Y esa cama enorme que les esperaba de regreso, como la más fiel copartícipe de ese olor a amor que quedaría horas más tarde entre las sábanas blancas. Esa cama que no debió de ser testigo de esos lamentos que nacieron antes de lo esperado, esas lágrimas provocadas por el desconsuelo de una retirada, de un adiós programado. Esa cama, que sólo dejó de rozar los cuerpos cuando ambos fumaban desnudos en la terraza, tratando de ver las liebres color avellana. Nunca permitió la noche que las vieran.



La mañana siguió el calendario correspondiente y nació otoñal. Los cielos encapotados invitaban a las señoras a salir con el paraguas a la calle. Los menos, se abrigaban en silencio con sus recuerdos. Las miradas cabizbajas seguían la trayectoria de los bordillos de las aceras hasta llegar al coche verde que les llevaría de vuelta hasta el ancla, esa ancla que adornaba el puerto en forma de noray.


Bajarse del coche, quizás no fue lo más acertado. Tal vez debería de haberle asido la mano y decir con la mirada que siguiera el camino, que no se desviase al puerto. Pero fue cobarde. Siempre se consideró cobarde.


Cuando notó el ruido del motor al ser pisado por el acelerador, miró hacia atrás y comprobó que nadie le retenía. El coche salía del puerto, quizás con la mirada en el retrovisor, viendo por última vez el ancla.


Al llegar a casa, las zapatillas nuevas que le había comprado estaban allí, esperando ser usadas. Para él, una de las formas de sentirse confortable en un lugar era con sus zapatillas. Las zapatillas representaban el llegar al calor del hogar, el descanso. La compañía.


Aunque siempre supo que regresaría solo, compró esas zapatillas por si un cambio de última hora hiciese que regresaran juntos.


Abrió su maleta y sacó el libro, los calzoncillos, los recuerdos y junto a las zapatillas, lo tiró todo junto a la basura.



2 comentarios amigos:

© José A. Socorro-Noray 24 de octubre de 2011, 15:12  

Hay noches,
tal vez una hora,
un sólo instante,
un simple recuerdo,
que son llama viva
y siempre se hacen faro
en cualquier puerto.


Un fuerte abrazo.

laimportancia 28 de octubre de 2011, 21:21  

Qué bello !

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